Destinados a la soledad del ser, a ser ermitaños en nuestro interior. Aislados y enojados. Llorando en lo más oscuro del abismo, pero nunca dejando ver las lágrimas.
Defendiendo la fugaz concepción que nos hace sentir que somos, sustentándola aún cuando es imposible. Vehementes, cerrados, obtusos, deseando ignorar. Buscadores de los caminos que nos llevan no a la libertad sino al gran callejón sin salida. Y allí nos sentamos en un rincón, conformistas, temerosos, creyendo escapar a la pregunta pero arrastrándola cual pesada carga.
Profesamos y levantamos nuestras antorchas encendidas de oscuridad, haciendo la noche, disipando la luz.
Supremos, tranquilos, despertando de los sueños con miedo, arrepentimiento y desorientados. Astutos en el arte del autoengaño.
Perdidos…
Perdiéndonos.
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