lunes, 7 de septiembre de 2009

Crepuscular




Todos me miran y veo el odio en sus ojos.

Levantan los brazos y gritan. Algunos tienen palos. Otros, simplemente, me muestran el puño.

Me escupen. Me muestran los dientes. Me desafían. Pero nadie me insulta, porque hay un sacerdote cerca.

Me gustaría cerrar los ojos o simplemente agachar la cabeza para ya no mirarlos. Pero eso es lo que ellos quieren. Así que me limito a seguir consumiendo de su ira. No es agradable, pero mas humillante sería darles la razón.

Las mujeres apenas si me miran con desaprobación. Ellas no gritan ni hacen gestos. Sus maridos las matarían a golpes si lo hicieran. Tienen que ser sumisas, no deben mostrarse exaltadas. Y hacen bien su papel. Lo hacen con naturalidad. Ni siquiera lo actúan. Para ellas es así: así se lo enseñaron y así lo aprendieron. Sin cuestionar. La mayoría son buenas alumnas.

También hay chicos en La Plaza. Por supuesto. Deben conocer las reglas; absorber de la impecable conciencia moral del pueblo. Porque de pequeños ya deben ser personas de bien. El método sirve. Un niño de ocho años, nueve como mucho, me mira ansioso. Casi tiene los ojos desorbitados por la emoción. Está esperando que pase lo inevitable. Y la situación le encanta. ¿Estaría mal admitir que me da asco? Es una suerte que no me pueda mover, si lo pudiera hacer agarraría a ese pequeño por los pelos y le daría la cabeza contra un árbol. Para que pruebe un poco de eso de lo que tanto disfruta. Para que vea cómo se siente. Para que sea su propia sangre la que moje sus labios. Para que sea su propia sangre la que esté frente sus ojos. Para que sienta cómo es mirar a un mundo que esta teñido de rojo.

Así comprendería y sus ojos reflejarían horror y no entusiasmo.

Yo podría darle todos esos conocimientos. Y ese sería el principio. Es peor. Mucho peor...

Me duelen las manos y los pies. Las rodillas también me duelen pero por otra cosa. Son eficientes haciendo su trabajo. Hay que reconocer que lo hacen con ferviente pasión.

La blusa se pega a mi espalda. No sólo por la transpiración.

He perdido dos dientes. Uno me lo tragué.

Mi ropa interior esta manchada de sangre.

Maldición. Sí que son eficientes. Y la gente sigue vitoreando y gritando.

Y yo sigo sin bajar la mirada. No cederé.

Entonces, de un momento para el otro, los gritos cesan. Solo quedan unos murmullos. No tengo que girar la cabeza para darme cuenta de que Él se subió a la tarima del centro de La Plaza.

Lo escucho hablar pero no me detengo en sus palabras. No me interesa lo que diga.

Su voz solo trae una imagen a mi mente: cadenas. Cadenas y Cristina. Ella también aparece en mi mente. Ella. A la que nunca conocí pero que siempre supe cómo sería. Ella. De la que nunca veré una sonrisa, pero que ríe conmigo por las noches. A la que nunca abracé, pero que me consuela con sus manos en mi corazón. Ella.

La voz de Él es grave. Autoritaria. Una voz que no deja de ser de viejo, pero que demuestra gran seguridad.

Odio esa voz. Porque es dura. Y Cristina no lo era.

Todos vuelven a levantar las manos y gritan. Festejan. Dan su aprobación. Orgullosos. Tan limpios. Sigo sus miradas y sé lo que va a pasar. Él se aproxima. Viene hacia mi. Con amargo sabor compruebo que aún una parte de mi quiere escapar. Correr. Debatirse. Justo cuando yo pensaba que no tenía nada que perder. Justo cuando pensaba que ya podría soportar cualquier cosa. Me cuesta admitirlo, pero todavía me da miedo. Igual no me muevo, a pesar de que mi alma tiembla.

Y Él aparece frente a mi. Él. Quien impone el orden; quien procura que nada se salga de su lugar; quien se asegura de que los engranajes no se atasquen ni se traben. Él, el Juez.

Me toma la barbilla y me obliga a levantar la vista. Es la primera vez que lo veo de tan cerca. ¿Será mi sugestión o tendrá Él dientes tan filosos como los que estoy viendo?

Y esas arrugas... Debe ser muy viejo... En esas arrugas veo mi calvario. Mi sufrimiento. Esas arrugas que no lo vuelven más débil y vulnerable, sino que más cruel.

Su nariz tiene aspecto aguileño y, en contraste con el resto de su rostro que es totalmente pálido, tiene un tinte rojizo. ¿Sabrá el pueblo que se debe al alcohol?

No subo más la vista. Tal vez me quiebre si lo hago. Y le prometí a Cristina que no me quebraría.

Sus labios se mueven.

Siento ganas de llorar. ¡Quiero que se vaya!... ¡No quiero tenerlo tan cerca!... Su aliento me asfixia... Es un aliento nauseabundo... Acabo de darme cuenta de que estoy aguantando la respiración... ¡Quiero que me suelte! ¡Que me suelte ya!...

Pero lo soporto. Lo soporto lo mejor que puedo....

"Por sus pecados", dice Él y mira al cura. Éste asiente, hace una señal, que ahora no puedo menos que considerar blasfema, y vuelve a asentir. Entonces el Juez hace un gesto al hombre que todo el tiempo estuvo al lado mío. Y por fin se aleja. Sé que lo que pase ahora será terrible... pero Él esta lejos y eso es un consuelo. Un enorme consuelo.

Empiezo a escuchar el chasquido. Y la gente vuelve a ponerse eufórica.

Mi corazón se acelera. Todo esta por terminar.

El dolor no tarda en aparecer. Aprieto los dientes.

Y todos miran... Carroñeros... Como perros muertos de hambre frente a un plato con comida... Un plato con las sobras del día anterior. Y esas sobras soy yo.

Mi pecho sube y baja con violencia....

Y miran... Miran... MIRAN... MIRAN...

Algo sube por mi garganta. No sé qué es. Pero es puro. Tiro la cabeza para atrás. Aprieto con mas fuerza los dientes y los ojos. Siento las venas palpitar en mi cuello...

Y aunque no los veo sé que miran...

Y decido darles a todos la función que vinieron a ver.

Bajo los ojos y esta vez me detengo en cada uno de ellos. Y comienzo a reír a carcajadas.

Sí, río. Los desafío a que ellos también rían... Pero no lo hacen. Los hombres bajan los puños, las mujeres bajan la vista (Ellas siempre lo hacen) y el niño de ocho años comienza a llorar. Ahora soy lo que ellos quieren.

Soy la locura. Soy el pecado. Lo infame. Su terror. Su miedo. Soy la Bruja... y no creo que estén preparados para enfrentarme...

Siento que me libero y el dolor ya no es nada.

Miro al cura y él se arrodilla para rezar... Así me gusta...

Volteo lentamente la cabeza. Fijo mi vista en Él. Y esta vez no dudo en mirar sus ojos. Esta inmóvil. No hace un solo gesto... Pero sus ojos... Penetro en sus pupilas y allí estoy... el calor subiendo por mis mejillas, los ojos enrojecidos, el pelo cayendo, desprolijo, la nariz deforme, por los golpes... Me reconozco... Soy el monstruo. Y río con más fuerza.

Río. Solo río.

Y el llanto y los gritos son música para mis oídos.

Las llamas suben cada vez con mayor violencia. Llegan a mi vientre, el único hogar que llegó a conocer Cristina.

Y siguen subiendo, implacables, al tiempo que mis carcajadas se hacen mas sonoras y unos cuantos hombres, con confusión en el rostro, deciden que prefieren irse a su hogar. Las mujeres los siguen. Son obedientes... Pero no todas somos buenas alumnas.

Una nube oculta al Sol. Es la última vez que vea al cielo... y su aspecto me gusta.

La Plaza esta vacía, salvo por los dos hombres más poderosos del lugar.

Uno está vencido.

El otro, el Juez, sigue mirando mientras cierra con fuerza los puños.

Se que odia mi risa. Mi subversión. No lo soporta.

Empieza a gritarme algo. Se toma la cabeza. Se transforma. Deja de ser el hombre que todo el pueblo respeta para transformarse en el hombre que me humilló de mil formas distintas.

Y me sigue gritando.

Sabe que mis risas son para Él.

Grita... Grita...

Que me calle, dice... Me burlo de sus palabras...

(Fuego. Rojo, Amarillo, Naranja... Fuego...)

Y lo último que veo antes de que las llamas cubran mi rostro es a Él correr hacia mi, con el rostro desencajado.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

quede impactada me encanto por fin tengo tiempo de leer tus maravillas, esperaba un final "feliz" o algo asi en medio de tanta turbulencia... pero bueno no todo es -color de rosas- no?

giox

SARNA dijo...

che, buenazo está.